viernes, 23 de mayo de 2008

Sí, de esos (Via di tutti quelli che non sano ancora dove spostarsi, affettuosamente)



En una noche desierta de lazos y chicles de menta. Las que me hacen despertar con resaca. El mal sabor de las margaritas que masco con prisas para que no me pille nadie si las deshojo. Apoyando el mentón sobre su pecho y los codos sobre la mesa, recordando los tiempos mejores. Era un hombre bueno, uno de esos aburridos que te fascinan con su silencio. A los que escribes cartas cerradas con sellos de cera con unas gotitas de felomonas embotelladas que te acompañó a comprar al sex Shop de la esquina. En una de esas noches en las que bebes Bailleys porque tienes estilo. Y te pones calcetines de treking muy elegantes para pasar desapercibida mientras haces camino entre las sonrisas consiguiendo llegar a la cumbre. Era él, el hombre más perezoso del mundo.

A veces era despistado. Me miraba con agujeros en los ojos y con media lengua. Para no decírselo todo a mis medios oídos, los que partió con mordiscos y yo seccioné para no escuchar que no era para él lo más importante. Me hablaba de veranos, de café con leche y de magdalenas que mojar. Y, como hechizada le miraba e imaginaba cocinas repletas de frutas y verduras como si se tratase de un bodegón holandés. Un día me habló de la Metafísica y del origen del Amor y yo le contesté con citas clásicas de Ovidio que el pobre no entendió. Y de los búhos de San Jerónimo y él me dio los mendrugos con los que alimentarles. Sentados en el suelo, como en los días en los que hace tanto calor. En su pezón izquierdo, porque dormía a su derecha como un casi bebé arrancado del útero que necesita calor y olor masculino para reaccionar de nuevo. Contábamos palabras malsonantes y se reía de mis gestos. Ya no digo tacos, y a él se le ha olvidado la fecha de mi cumpleaños.

En una de esas noches sin luz y a tientas. Para conocer con las manos los huecos del significado más obsoleto de la vida. De esas en las que te quedas colgando de la bombilla cual acróbata que hace equilibrios sobre su propia sensiblería. Fue especial en cada uno de mis garabatos con los que intentaba explicar cómo era mi estado de esos momentos -garabatos, hilos enroscados que fluían de mis dedos como los de Spiderman porque me subía por las paredes debido a la euforia acumulada en mis saltos-. En las noches de narices tapadas por el resfriado, cuando roncas y por eso no quieres dormir, te tropiezas en la escalera y amaneces estrangulada. Las noches parecen más violentas cuando las vives y no cuando las recuerdas. Me abrazaba con tanta fuerza que de regalo me llevaba unos cuantos morados en los brazos para siempre. Siempre a las 3, como cuando me mordía la oreja derecha y me decía ven para contarme lo que fuese con prisa.

Era abstracto. En las noches sin cenar, las más cortas y las más agonizantes, también lo era. Bebía a grandes tragos y siempre se sentaba con las piernas abiertas. Decía que se sentía cómodo en las noches con más lluvia y más amantes y mujeres listas. Así era, recio como el grito más fuerte que ha salido de mi boca: el desespero, el frenesí más absurdo e incontenible, el cajón de una mesita de noche que hace ruído cuando se abre y cruje pidiendo atención. Era métrico y programático y se quitaba el reloj para no agobiarse si estábamos a solas.
Desde el suelo, parecía más barbudo y más alto. Sí, de ésos.



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