miércoles, 4 de junio de 2008

Y yo seguía tarareando a Yann Tiersen. Parte II

Podía pasarse las tardes enteras hablándome de temas inverosímiles, dando saltos. Afirmando para negar y dejándome siempre en vilo. De partidos de fútbol, a compartir piso. De ahí a defender su fe, meticulosamente, pasando por el cómo le fascinaban los personajes de una serie de ficción televisiva de hace tantos años, para llegar al No conozco la obra de Lucien Freud -en realidad no conocía la obra de casi nadie-, al me gustaría leer más y finalizar con alguna anécdota de viaje -estúpida-. Dar un sorbo a su cerveza negra tras tocarse la barba de un día -se afeitaba cada dos- quitándose un pellejo inexistente con el dedo anular -que para él sí tenía una utilidad a parte de la de teclear letras- para acabar callado e irse al baño.

Pasamos la tarde descansando, una de esas tardes anaranjadas y algo mustias en las que te absorbe la pereza y se te mete entre los dientes durmiéndote la lengua y no puedes hablar porque no puedes ya con tu alma, si no has dormido. Por moverte, por contarle, por reírnos, por besarnos entre articulaciones y los botones plateados de las mangas. Pensando, callados, en cualquier cosa, para ahuyentar los bonitos sentimientos. Me rodeaba el cuello con su brazo dejando caer su mano bajo mi pecho y mis piernas estaban sobre la pared, como él, compartiendo disimulo. Le encantaban estos momentos de tranquilidad, el hecho de pensar que tenía el poder de llegar a crear esas situaciones y creerse que de alli jamás podría irme y le quería -sin quererme y sin dejar que se le notase-. Era así después, un hombre satisfecho por haber hecho bien sus deberes. El que descubre su ternura tras el olor a espermicida y mis hormonas esparcidas por su cara. Ese tipo de personas que se esfuerzan para poder vivir esos momentos en los que a mi se me escapan los besos y refriego mi espalda sobre su costado sin pensarlo, como queriéndole dar las gracias y a la vez advertirle de que sigo estando desnuda, despierta, y huelo a él. Un día hablamos de que nos besábamos la piel para dejar en ella nuestro aroma y poder recorrerla cómodamente sin sentirnos intrusos porque en el fondo somos instintivos, pero no llegó a convencerme, los perros no se lamen y hasta el fin de la humanidad seguirán copulando. Miraba al techo, puso su otro brazo flexionado bajo su nuca y de golpe apretó mi tórax muy fuerte, como hacía otras tantas veces.

Yo, seguía tarareando a Yann Tiersen, disimulando, y cerré los ojos para sentir esa presión más fuerte, ese abrazo traspasándome las costillas como para jugar a hacerle cosquillas a mis pulmones y así tener una excusa realística por si suspiraba. Pensando en París, para no enamorarme nunca más. Evadiéndome del deseo de morderle un pezón de nuevo -a la tormenta- y resumirle solo a eso con mucho esmero. Tocando el tambor como el robot del Louvre, sobre su rodilla, serenándome las dos intenciones. Y me quedé quieta y abrí de nuevo los ojos para mirar con él el techo idolatrado que nos permitía perpetuar ese silencio -esa distancia- que nos hemos impuesto.

Una vez vi una obra de teatro-performance que se desarrollaba única y especialmente en una cama. Del nombre no me acuerdo, pero fue la primera vez que vi un desnudo pudoroso y frágil en un escenario. No había escenario, ni fondo ni detalles. El espacio oscuro con una luz ténue al final que lo rompía. Un atardecer. Y el vacío. Y dos personajes permanecían callados sobre ese lecho, fumaban un cigarro a medias, se miraban, sentían vergüenza si se tocaban. Existían y compartían ese silencio con agrado y desagrado. Tenían miedo de algo. De París. De decir cosas inoportunas o demostrar demasiado. De ver más allá. A desearse sin tapujos y, a a la vez, a sentirse unidos tras ese deseo que les mantenía inmóviles en ese colchón. Y se bajó el telón y volví a casa con la sensación de ser más mayor, de haberlo comprendido. Disimulando, haciendo ver que la cosa no iba conmigo.

Me dijo una tarde que le encantaba verme liando cigarrillos de marihuana -con eufemismos muy educados-. Me pedía que le acompañase a comprar productos de informática y la cena, en cualquier sitio. Y en una conversación tonta me confesó que se sentía orgulloso de compartir esos momentos conmigo, de mis golpes y de mis morados a los que él tampoco podía darle explicación. Dijo que le gustaba mi ropa interior porque no era rosa y de sopetón. se le escapó un me encanta tenerte cerca. Me habló de los vicios, de las muletillas, de la desinhibición, de los juegos de mesa, de mi cintura estrecha y de la pasión que describió. Esa tarde le miré, le acaricié la mejilla y le besé dulcemente. Esa fue mi contestación a su pregunta de en qué piensas. Y suspiré pensando en que París es una postal, que Roma es un diario, que en realidad me cansa Yan Tiersen y que no necesitamos marearnos más en el tiovivo de Montmartre para darnos cuenta de esta exquisita realidad: Cállate ya y bésame, idiota


Y hoy vuelve a llover y la tarde me sigue pareciendo triste. Dicen las malas lenguas que sólo hay una cosa más bonita que París: su recuerdo. Y sonrío porque no es cierto, Nettuno di Trevi y la tormenta forman parte mis recuerdos más bellos. Has estado en París? -le dije al despertarme-. Con la seguridad de que la lluvia, por fin, es la excusa a mis tardes tan lentas y en blanco y negro. Bon viatge, el que estés viviendo.

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