Tenía seis dedos en una mano, tres pezones y florecitas blancas que me crecían entre los rizos de la melena. Y no me parecía extraño. En realidad hacían juego con mis moratones, mis pastillas anticonceptivas y todas esas salidas hacia ningún sitio, siempre a oscuras. Me moría muy poco cada dos por tres y renacía tras un pitillo, como el que no quiere la cosa, dejando muy húmeda la boquilla si el renacer era esperado. Creía en la química biológica, en los jugos gástricos y en la saliva como la panacea del mundo.
Me tropecé en una escalera y me hizo tanta gracia que me vino la regla. Nadie sabe darle una explicación científica a esto, pero yo me he creído que todo lo que más recuerdas, tiene un principio realmente estúpido. Y perenne.
No lo sé -me dice-.
Y me cruzo de brazos cuando yo lo único que deseo es ese preciso momento en el que me despido con un besito en la mejilla.
Por fin he dejado de estar embarazada.