
Cuando encendíamos las velas para ser románticos, me encendía con ellas los cigarros tan esperados de las noches de lluvia y sin zapatos, mientras él, quien fuese, se duchaba. En 1237 miradas y en 8 disimulos de esos de cuando te comes el chicle antes de entrar a casa por si acaso huelen los secretos. O la testosterona. Guardando un roce de manos apenas perceptible en un libro de poemas africanos. Y escondiendo un beso entre los tíquets del aparcamiento. No puedo permitir que me descubran más entre noches de insomnio en las que me temblaban las piernas.
Me ha costado siempre entender cómo, tras tanto, y tras todo, las personas no dejan de quererte. Si tras hacer sangrar un pezón descubriría algo en mi que no hubiese sido capaz de identificar. Si la clase más silenciosa podría con ese piropo tan vulgar que lo masculino cree que la mujer desea. Lo he intentado. Pero me deslumbró la reacción; me venció el gesto, recurrí a las palabras de solares vacíos con regusto a mala cerveza y me expliqué con cualquier pellejo que me quedase a mano. Eludiendo la culpa para sentirme, de nuevo, la única y la más válida. Otra vez.
Y desde entonces mis axilas huelen a piso vacío, las almohadas a fermentado y es horrible el rastro de nicotina sobre las cortinas. Pasa el tiempo y no desaparece ese "no es suficiente" cuando observo las caras de deseo de todo el mundo. Crece mi asco hacia el hombre, y crece y crece y vuelvo a guardar los recuerdos más optimistas en los bolsillos de los pantalones para así acariciarlos cuando me siento tan sola entre el gentío de los machos (recordando uno a uno todos los hombres que cuando duermen no tienen cosquillas) para quizá así dejar de aborrecerles. Desesperada de carrera, de cicatriz y de ingles agarradas de los días más calurosos de mi historia.
Y así, con las comisuras de los labios escocidas y con las piernas recién depiladas, sonrío y finjo que me encantas.
Que me encantas.
Pffff, que me encantas.
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