viernes, 28 de mayo de 2010

Rosebud - y todos los momentos rojos- ( Dentro dei dipinti)

Todas aquellas veces en las que me hacían mimitos recién lavados y me acariciaban las rodillas por debajo de la mesa. Sí, yo me sentía la persona más culta de la tierra cuando explicaba con dibujitos de tinta verde extremadamente precisos el proceso de creación de una perspectiva pictórica o cualquier anécdota de Victoria Plum, cuando ayudaba a los tejones a cambio de nada. Se respiraba aire a veces muy pastoso, saturado de nicotina y de perfume masculino algo fuerte, aunque caro. Y sólo cuando descubrimos qué significaba Rosebud -por simple cinefilia- conseguimos reírnos tan tan fuerte, que ya por nunca más volvieron a sonar los despertadores a las 7.

Vuelvo al rojo. Mirándome al espejo y comparando lo que fue y lo que ha sido. He rebuscado entre los huequitos, entre los espacios libres llenos de cosas que el orgullo me presta con reticencia. En alguna voz que vuelve a recordarme cuán engañados estábamos todos los que creíamos en las cenas con velas rojas y en los paseos por el parque cogidos de la mano. Y en el rojo me cobijo durante el tiempo que empleo en ojear unas notas cualquieras que escribió una mujer que hace 745 días era como ella. Debajo de las uñas que arañaban y no hacían daño. Aceptando no sin cierta añoranza y hostilidad, todas esas cosas que hacemos por las noches mientras dormimos y que no nos creemos si nos las cuentan. Como las gestos tontos con los que reaccionas cuando te tocan el cuello. Más o menos.

Rotundamente, y poniendo las palmas de las manos sobre la mesa, afirmaba que el sexo, pese a todo, era una forma de expresión para aquellos que no sabían amar verbalmente. Y yo, preocupada pedí un par de cervezas al camarero: -Pues tenemos un problema, porque tú y yo cada día follamos mejor. Desde ese día doy los Buenos días a todo el mundo y riego las macetas del balcón por las mañanas. Y con esmero recogía los pelitos que no eran míos y que caían en el suelo de la bañera, cuando me desnudaba al día siguiente. Esa fue la última vez que me colé en el tren, necesitaba mostrar decencia. Yo, que no bebo ginebra ni me paseaba en aquellos entonces por casa vestida de Cenicienta.

Nadie comprende que haya mujeres todoterreno que amen sin palabras a los hombres de purpurina. Sí, bueno, eso puede ayudarme a entender por qué el amor a mí siempre me mira las tetas y a los ojos sólo de reojo, pero qué queréis que os diga, no es suficiente. Lo se -me dijo- para mi tampoco lo ha sido. Vuelve el rojo contaminando el blanco, bajándome la cremallera del vestidito de princesa que tras tanto embarazo se me ha quedado pequeño. Vuelve el silencio de las mejillas sonrojadas y de las autocaricias en los hombros mientras me dejan desnuda de disfraces. Y volveré diciendo (con un lenguaje muy refinado, como en aquellos días en los que me sentía culta, no vayan a decir que somos avariciosos) como siempre, que no quería venir y soltaré algún improperio sobre el tiempo asqueroso que hace en esta ciudad tan triste. Para que tú también me digas que te pone mi olor a mujer que no necesita ducharse tras echar un polvo y así poder acurrucarme sobre ti, rascándonos con los pellejos más secos que nos sobren.

Todas aquellas veces en las que he recordado lo que cabe en un metro sesenta.