
Vestida de negro -para no ofender a la eterna noche-. Así me presentaba siempre. Y con la ropa interior de colorines más hortera que hubiese encontrado en una tienda de lencería de precios populares. Sintiéndote guapa ¿por qué no? Si los ojos que te miran lo hacen como si fueses lo único que mañana podrán recordarle con un sonrisa el increíble mundo de las mujeres que todavía beben a morro y suspiran girándose hacia la derecha.
(A menudo pienso que los que no están en el ajo me miran como a un bicho raro por no someterme a la cursilería de hacer manitas y de ponerme rojita de la vergüenza)
- Ya, es que yo siempre me escondo los sentimientos en los lugares en los que una mujer debe ser discreta.
(Por lo visto soy queca porque no tengo amante, ni tatoos, no bebo gintonics y no enseño las tetas).
Ahí estaba yo, hablando sobre cualquier cosa -por hacer algo-, matando el tiempo para así conseguir alargar cualquiera de los motivos que me pudiesen conducir a la gloria o a la desgracia. Supongo, porque creo que vivo atrapada en la era histórica de los Supongo, que ya no es tiempo de arrancarle los pétalos a una flor ni la samarreta a nadie. Ni siquiera creo que sea hora ya para mí de dibujar corazones en el banco de un parque o de dormir abrazada a una almohada mil veces ya abrazada. De qué es momento para una trentañona de casi trenta no tengo tampoco ni jodida idea, pero allí seguía, sonriéndole, esperando lo que fuese, tras una cerveza, dos o las que hiciesen falta. Siempre ilusionada y a la expectativa de lo que los demás quisiesen hacer conmigo hasta las tantas.
-Y qué hubiese pasado? -me preguntó-. Y yo qué coño sé. Y es que pese a todo me pavoriza pensar en lo que hubiese pasado. Quién lo sabe. No tengo ni puta idea de lo que hubiese pasado.