sábado, 23 de febrero de 2013

Pero cuentas conmigo ( Tutta mia la città...)



No necesito que los fantasmas del pasado vuelvan a brindar conmigo con absenta y me den golpecitos en los hombros recordándome lo fuerte que he sido desde antaño. Pero cuentas conmigo. Y tanta atención me causa tanto estrés y me pavoriza tanto, que me sonrojo y aprieto los dientes y me suspendo. 

Y comienzo un peregrinaje zigzagaceado entre los edificios que recuerdo por algo que aún no me atrevo a anotar en el diario o fotografiar. Alzo la mirada y en ellos todavía veo las ventanas abiertas, los colchones tirados por cualquier parte y viento. El que acorrala a las moscas que se le alimentan de nuestras ropas y se lleva la ceniza de tantos ceniceros en los que apagamos tantas satisfacciones. Me guían farolas que me guiñan los ojos. Me saludan los letreros y digo adiós con la mano a los camareros. No quiero ir. No quiero ir. No quiero volver a hacerlo. 

La inercia quiere llevarme al camino que me dijeron que tomaban todos los desamparados: al sexo de la ropa interior gris, al tatuaje de tinta negra y roja, al crucifijo de plata que pende de un cuello y acaricia el torso desnudo del misionero, a la tachuela, a la trastienda. Al marinero. A lo fácil. A los zapatos de tacón. 

Cuando te darás cuenta de que nos mentíamos desde el primer sorbo del café de la mañana. Antes incluso de ponerle el azúcar. Incluso antes de decirnos el hola.
Lo acepto, no titubeo. Para poder balancearme, desabrocharme el sujetador y abrazar muy fuerte y con la espalda bien arqueada a la próxima frustración que hable mi idioma y que doble esta esquina. Otra vez, otro yo. Piensa en el por qué, el de hoy. Sacúdete el regazo y olvida, otra vez, el de siempre. Mi razón de hoy es porque en un por ciento muy elevado de ocasiones, desaparezco entre el gentío sin dejar el mínimo rastro en ese lugar. Y si queda saliva, me la seco con el puño de la chaqueta, volando. Mi razón de hoy es que no voy a guadarte ningún otro secreto. 
En las ciudades millones de cosas suceden en el mismo instante, no queda espacio ni segundos para perder el tiempo. Siguen rodando los ventiladores rosados de los 60 en tus habitaciones y cada día las puertas de los apartamentos acumulan más mugre alrededor de las cerraduras. No todo sigue siendo tan sofisticado como las canciones de Dire Street sonando en un cassette de coche de medianoche o las llamadas desde una cabina de periferia. Soy ciudad. Eres puente. Soy interfono. Eres río. Soy amante. Eres esfera. De las que decoran las claraboyas de los grandes edificios de las avenidas de los ravales de alguna urbe. Esos en los que nos hemos disfrazado de pasado y de futuro con las flores de los parterres de las azoteas decorando mi melena y los skylines decorando tu frente. Aceptando el rol del príncipe con sólo las botas puestas y de la princesa de rodillas peladas de tanto arrodillarse, del amo que no es amo y de la sumisa que jamás se somete, que por fin perdió la vergüenza y se se le anhela el feminismo.
Pero vuelves a contar conmigo, y pierdo el rumbo y ya no sé si entre estas calles me dirijo a la iglesia o a las celdas. Miro con ojos reencontrados las catedrales, los callejones y las condonerías de urgencia. A las Mataharis les dedico todos mis pésamen y rechazo con las manos y en silencio todos sus secretos interesados. Camino sin saber dónde, silvando a Giuliano Palma, estirándome los tirantes y dedicándoles sonrisas a los perros. Y me siento en una mesa de bar en la que un día escribí imaginariamente que te necesitaba justo en el momento en que pusiste tu mano sobre mi muslo y me dijiste ¡Mira! y yo miré y nos hicimos mayores en un segundo y tres décimas. En un lugar en el que no se puede perder el tiempo yo lo desperdicio. Sintiendo. Malgastando mi ansiedad intentando descifrar el significado de cualquier gesto. Renuncio a la traducción y lo dejo por escrito en cada agujero de tu cinturón: me comprometo formalmente a darle una explicación al devenir de los tiempos, de los otros y de los miembros. Estoy harta de desesperarme y de pensar mientras me visto que nunca he llegado a ser tan objetiva como debería. Y tras firmar con la lengua, tapo mi cara para que me afecte menos la consecuencia. 
Cómeme, estírame, dóblate, ámame y lámeme la miel que he acumulado entre mis dedos al alborotarte la melena. Y luego te dejaré que me quites el abrigo, los abortos o los cargos penales que tú quieras.
Y sin darme cuenta te pierdo entre mis arrugas, te paseo entre mis cejas, te acomodo entre mis tobillos y me tumbo. 
El roce de tu barba duele menos que el de las sábanas blancas, el olor a vela o los zapatitos de cristal.
Contigo tan sólo mi pasado es incómodo. Y, a pesar de todo, me reconforta.