Cuando bebo vino tinto se me
ponen los labios muy rojos. Muy rojos. Y las copas por norma general me
conjuntan con el escote y los tenedores con los dedos de los pies.
Siempre he querido tatuarme un
tenedor en una ingle, y en la otra el cuchillo. Y un juego de copas de cava
justo donde se acaba la columna. Llamarme como el mejor vino blanco de esta que
dicen que es mi tierra. TIERRAFIRME, por ejemplo. Porque AGNUSDEI me parece
demasiado iconográfico y extensivo. Dejar ver el curso de protocolo que por fin
me hace comprender todos los cubiertos que hay en la faz de la tierra y taparme
educadamente las piernas con la servilleta inmaculada mientras un caballero de
la Orden del Phohibit Fumar, ataviado con sacacorchos, me ayuda a
empujar la silla. Evitando el chocolate porque me recuerda otras épocas de mi
vida y se manchan los dientes. Como una chica seria, con el hombro ladeado y
sentada con la espalda bien recta
Sonreír al camarero para que me
llene la copa y gorrearle un Winston,
muy escondidos, y pedirle fuego.
Y hablar sobre las apuestas que
ayer hizo en la hípica porque ha ganado, cerrando todas la puertas con mucho
disimulo. Y emocionarnos mirando la lluvia más perversa que seguro que está
jodiendo a los alemanes de la Costa Brava pero nos limpia los coches que ya
están relucientes.
Y que antes de ensuciarme
los malditos tacones de barro, me dijese que estoy muy mona, con la boca muy
pequeña.
En el fondo tampoco me importa,
porque los solteros somos los que nos lo pasamos mejor en las celebraciones más
estiradas. Los que siempre desaparecemos y entre plato y plato y conversamos
con el más tímido, sin saber por qué y le sonrojamos.
Los más ácidos y perseverantes,
los que caminamos con la barbilla más alta. Los que no bailamos porque estamos
ocupados soñando llamitas de vela y los que sin ningún tipo de rubor nos miramos unos
a otros con extraña sorpresa.
Y sin pensármelo me acercaría a él,
le preguntaría por qué lleva toda la velada haciendo equilibrios con sus ojos
en mi colgante más amarillo -por disimular- y le avisaría de que si sigue
haciéndolo no tendría más remedio que explicarle tres historias: la de cómo
vamos a conocernos, la de quién me regaló esa joya y la del por qué todas mis
fotos parecen en blanco y negro cuando yo tengo color. Y ya de paso, la
historia del vino, para que se estirase y me llenase la copa.
Se podrían escribir tomos sobre
las aventuras de Gin-tonic y sobre las copas que se quedan sin
pie cuando nos ponemos nerviosos y las dejamos sobre la mesa con demasiada
fuerza.
Muy rojos, parece mentira.
A mi no me ha pasado jamás, pero
odio los tacones y para no acabar con la cristalería me siento en la silla más
reluciente. Como una ínfula pálida y anoréxica del 34 al estilo de los noventa. De esas que comen con tenedores de plata, llevan calaveras tatuadas tras las orejas y parecen estar hechas a medias. De las que se pasean sin
bolsillos ni maldad y acarician todas las estanterías. En esta
minúscula cintura no caben más ejemplares de banquete ni de Platón, tengo que
tatuarme también un waltz austríaco de ojos azules y un cascanueces. De dónde sacaré tanto
sitio y tanto tiempo es una incógnita. No,
Freud hoy no me apetece. Coño, que estoy soltera.
Indefensas, poderosas,
reblandecidas sus carnes, avergonzadas por las pecas y con los brazos más
largos que se hayan creado para un metro sesenta.
Les nenes maques al
dematí s'alcen i reguen el seu jardí -repite
el camarero, con una sonrisa de oreja a oreja-. Y yo le miro alucinada.
-Vienes a fumar conmigo otra vez? -Joder sí, si me sacas
de aquí me voy contigo donde quieras intentando volver a ser la barriobajera
que está hasta las narices de los zapatos y de la lluvia porque esa noche se
requiere etiqueta.
Y al volver me siento tan flaca
que me doblo y suspiro; tanto, que no puedo dejar de inclinar la cabeza hacia
arriba y me dejo caer. Y sacudo mi vestido y me enderezo y cruzo las piernas
ligeras. Siendo la mujer que hoy ha dicho menos tacos. La más mimada y callada y tuberculosa. La de los labios rojos. Muy rojos. Igual de joven que un Terrafirme y con una
labia inquieta que me salva del jodido protocolo, para mi sorpresa.
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