lunes, 14 de julio de 2008

TIERRAFIRME - crónicas de una fiesta de postín-. (Via delle forchete, senza numero. Giardino de la Vita Stretta, col vino bianco)


Cuando bebo vino tinto se me ponen los labios muy rojos. Muy rojos. Y las copas por norma general me conjuntan con el escote y los tenedores con los dedos de los pies. 

Siempre he querido tatuarme un tenedor en una ingle, y en la otra el cuchillo. Y un juego de copas de cava justo donde se acaba la columna. Llamarme como el mejor vino blanco de esta que dicen que es mi tierra. TIERRAFIRME, por ejemplo. Porque AGNUSDEI me parece demasiado iconográfico y extensivo. Dejar ver el curso de protocolo que por fin me hace comprender todos los cubiertos que hay en la faz de la tierra y taparme educadamente las piernas con la servilleta inmaculada mientras un caballero de la Orden del Phohibit Fumar, ataviado con sacacorchos, me ayuda a empujar la silla. Evitando el chocolate porque me recuerda otras épocas de mi vida y se manchan los dientes. Como una chica seria, con el hombro ladeado y sentada con la espalda bien recta

Sonreír al camarero para que me llene la copa y gorrearle un Winston, muy escondidos, y  pedirle fuego. 

Y hablar sobre las apuestas que ayer hizo en la hípica porque ha ganado, cerrando todas la puertas con mucho disimulo. Y emocionarnos mirando la lluvia más perversa que seguro que está jodiendo a los alemanes de la Costa Brava pero nos limpia los coches que ya están relucientes. 

Y que  antes de ensuciarme los malditos tacones de barro, me dijese que estoy muy mona, con la boca muy pequeña.

En el fondo tampoco me importa, porque los solteros somos los que nos lo pasamos mejor en las celebraciones más estiradas. Los que siempre desaparecemos y entre plato y plato y conversamos con el más tímido, sin saber por qué y le sonrojamos. 

Los más ácidos y perseverantes, los que caminamos con la barbilla más alta. Los que no bailamos porque estamos ocupados soñando llamitas de vela y los que sin ningún tipo de rubor nos miramos unos a otros con extraña sorpresa. 

Y sin pensármelo me acercaría a él, le preguntaría por qué lleva toda la velada haciendo equilibrios con sus ojos en mi colgante más amarillo -por disimular- y le avisaría de que si sigue haciéndolo no tendría más remedio que explicarle tres historias: la de cómo vamos a conocernos, la de quién me regaló esa joya y la del por qué todas mis fotos parecen en blanco y negro cuando yo tengo color. Y ya de paso, la historia del vino, para que se estirase y me llenase la copa.

Se podrían escribir tomos sobre las aventuras de Gin-tonic y sobre las copas que se quedan sin pie cuando nos ponemos nerviosos y las dejamos sobre la mesa con demasiada fuerza. 

Muy rojos, parece mentira.

A mi no me ha pasado jamás, pero odio los tacones y para no acabar con la cristalería me siento en la silla más reluciente. Como una ínfula pálida y anoréxica del 34 al estilo de los noventa. De esas que comen con tenedores de plata, llevan calaveras tatuadas tras las orejas y parecen estar hechas a medias. De las que se pasean sin bolsillos ni maldad y acarician todas las estanterías. En esta minúscula cintura no caben más ejemplares de banquete ni de Platón, tengo que tatuarme también un waltz austríaco de ojos azules y un cascanueces. De dónde sacaré tanto sitio y tanto tiempo es una incógnita. No, Freud hoy no me apetece. Coño, que estoy soltera.

Indefensas, poderosas, reblandecidas sus carnes, avergonzadas por las pecas y con los brazos más largos que se hayan creado para un metro sesenta. 

 Les nenes maques al dematí s'alcen i reguen el seu jardí -repite el camarero, con una sonrisa de oreja a oreja-. Y yo le miro alucinada.

-Vienes a fumar conmigo otra vez? -Joder sí, si me sacas de aquí me voy contigo donde quieras  intentando volver a ser la barriobajera que está hasta las narices de los zapatos y de la lluvia porque esa noche se requiere etiqueta. 

Y al volver me siento tan flaca que me doblo y suspiro; tanto, que no puedo dejar de inclinar la cabeza hacia arriba y me dejo caer. Y sacudo mi vestido y me enderezo y cruzo las piernas ligeras. Siendo la mujer que hoy ha dicho menos tacos. La más mimada y callada y tuberculosa. La de los labios rojos. Muy rojos. Igual de joven que un Terrafirme y con una labia inquieta que me salva del jodido protocolo, para mi sorpresa. 


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