Lanzas afiladas que destellean como diamantes y escondidas entre el tiempo. Lloran los segundos angustiosos. Lanzas heladas, lanzas envenenadas con licor que se clavan en mi espalda y hasta puede que en la tuya. Lanzas que marcaron la Historia. Romances encontrados o perdidos. El tuyo, si lo encuentro -si lo recuerdo-.
Clavas lanzas en mis ojos y yo no las esquivo: entre ceja y ceja. A veces lloro, otras me lamento por mi inconsistencia. Otras las sacudo de mi vestido o arreglo mi peinado para que me encuentren en un buen momento. Me amenazan cada día, palabra tras palabra, entre gestos de extraños y cuando me despisto porque acaricio mi nuca bajo la melena y sin querer bajo la mirada o cierro los ojos. Es imposible pararlas. Sé que a Cupido le encantan mis tics y los espera sonriendo empuñando su ballesta.
Como una mártir espero a que me desgarren la piel o que simplemente la acaricien. Me resigno. Esa flecha de Amor que causa herida y escuece. Estoy perdida. Esa puta flecha.
Cuchillos que buscan manos y sujetos. Puñales que ya fueron clavados, en mi recuerdo, en este presente. Y que aún restan pacientes a que llegue la hora de clavarse en mi futuro. Ruidos metálicos sustituyen los tic tac. Son las agujitas de un reloj. Aquellas de las que no somos dueños y escribieron sobre el tronco de un árbol del parque los Te quiero.
Clavaron uno en mi boca y ya no soy capaz de pronunciar un nombre: Bienvenida - así, como nombre genérico-. Pies descalzos que también se tornan rojos, colgando de este autorretrato, cada mediodía. Clavaron bayonetas en mis labios mientras yo con ellos sujetaba la flor; y un sable quiso amputarme el recuerdo. Y así lo hizo, pero no recordó acabar con la pasión y ahora agita sus brazos entre los cadáveres. Y por ello una daga me recuerda a diario su fracaso; me convierte cada día en sumisa del suspiro; me mueve a su merced a cada momento. Me hizo descender de dama a esclava y ante ella me arrodillo con veneración y nostalgia. Me dejo llevar por su erotismo saboreándola como dócil concubina. Pero esta humildad es fingida y me rebelo desobediente tomando yo la iniciativa. Es mi desvergüenza, y no me arrepiento.
Puñales que fueron unos ojos. Son conocidos y me arañan lentamente mientras me observas entre la gente. Quisiera que con su punta afilada escribieran en mi pecho el veredicto. Quisiera que me desgarraran la garganta y que me hiciesen enmudecer y callar para siempre. Para no poder decir más mentiras del tipo ya no toca o no te deseo. No podría explicarlo más, porque ya me habría roto la voz y me explicaría forzosamente entre gemidos. Ser muda y fiel, ser sincera en ese momento. Vivirlo en silencio. Volver a herirme. Volver a hacerlo.
Pequeñas navajas que destrozan mis ropajes de princesa y los hacen caer al suelo. En la brillantez de sus reflejos se entreve un cuerpo desnudo y pálido, reclinado sobre un recuerdo, como pensando. Espero la punción, arrogante. Y descubro que es mi cuerpo y me sonrojo. Y sin expresar rechazo estoy preparada para la sublevación y me rindo como cautiva. Pero, a la vez, no retrocedo. Me exhibo. Para que me veas, para que me insultes, para que me maltrates, para que me hieras con delirio. Y no me rindo mientras me rindo. Y abro mis brazos en un gesto reiterativo dejándolos sobre mi nuca para sentir cómo me mutila esa mirada que se transforma en puñal, que es tu mirada, que se posa sobre mí y estremezco. Lanzas de fuego que son tus dedos, que a la vez que reconfortan, me destrozan cruelmente las entrañas al remover sus cicatrices.
Con tus besos en mis muñecas me has clavado en la cruz de un altar. Y tus desdenes son los latigazos que me recuerdan el pecado y mi castigo. Son palabras obscenas que no nos hemos atrevido a pronunciar en estos momentos, tatuajes de este alboroto sangriento y lascivo -los fóllame, los no te soporto, los cariño-. Y espero la flecha en el costado que me cause la muerte más pequeña, la flecha piadosa que me persigue y jamás encuentra el momento justo para convertirme en un mesías insolente y lujurioso (el dedo hiriente, la espada más grande, el dedo acusador que haga pública mi timidez). Rechazo al sabio. Evito la sofisticación. Me niego a cumplir los sacramentos. Hazme puntería de una jodida vez con ese dardo.
Lanzas de mi vida personificadas en un beso, o puede que en dos: los besos de Sr.Invierno que se abre la gabardina desvergonzado mostrando sus miembros helados, vacilando frente a mi con ese rencor dulce que se convierte en vicioso y desespera. Veo la nieve resbalar sobre sus músculos impúdicos y despierta mi compasión. Y le abrazo. Tengo agujeros en mi cuerpo, agujeros rojos, agujeros huecos. La nieve transforma mi piel en en la piel de una bisonte pálida, entera. Brota el placer a borbotones por este paisaje invernal y sin sombras. Por fin tendrá nombre: soy el desacorde primogénito, Agar dos días antes de la concepción, el cuerpo que vuelve a ser cuerpo y te protege de la tormenta. Para que florezca el verde de nuestras bocas y recubran las yedras nuestra desnudez, le beso. Figuras de unicornios se han formado en mi vientre con el goteo de tantos besos. Y clavan sus cuernos en su parte más oscura al son de las steel Bands y un solo de acordeón griego. Y Sr. Invierno y yo, otra vez más, desfallecemos.
No hemos vuelto. No hemos muerto. Silenzio.
...punxes, punxes, punxes