martes, 20 de julio de 2010

Cine y besos (Cinema attuale)


Otra opción sería entrar de puntillas y sin hacer ruído. Sin collares que tintineen, sin alhajas engañosas, sin los ojos iluminados y sin ningún tipo de aliento. A mi siempre me ha parecido que las escenas más intrigantes de la historia del cine son aquellas en las que la mujer sale de la cama, desnuda, y se va vistiendo de camino a la puerta. Y, entonces, tras el portazo discreto, la cámara enfoca al ya ex amante, que está ya y desde hace rato dormido como una marmota y luciendo un exquisito despeinado.

Te acariciaría el cabello como me enseñó Brigitte Bardot, a ritmo de tango, con una voz en off que contase, lo que sea, pero susurrando, como si quisiese despistar justo en el momento en el que entro, y te doy ese insignificante besito en la mejilla que el cine tanto ha maltratado. Tú te despertarías y empezarías con el rollo de "que si dónde he estado" y "que si me parece bonito" mientras sonrío imaginándome en un apartamento sin apenas muebles y sin ventanas. Bertolucci en blanco y negro. Como un western de los de Piazza Spagna con actores de donde sea.

Sucedió de forma repentina y, en cierto modo, natural. Podían pasar meses sin que se vaciasen los servilleteros o se ensuciaran las mesas con el agüita de la botella de ninguna cerveza nacional dignamente servida, elogiando a su propia decencia de divos de cualquier film. Se quedaban un rato y luego se marchaban mascando chicle.

Las primeras veces ella siempre prefirió los lugares públicos en los que sabía que no se encontraría a ningún desconocido. Donde tener el tiempo justo para sentirse libre escribiendo una carta, una postal de navidad, garabatearse las manos o rozarse los brazos cada vez que se movían para señalar el cielo que le provocaba, todavía y, pese a todo, insomnio. Luego brindaban, siempre mirándose a los ojos con el pudor y la desvergüenza de los conocidos que alguna vez que otra, han dormido juntos. Y se guiñaban un ojo en cada primer sorbo si bebían wisky y no encontraban un espejo cerca en el que descubrir si ya estaban rojos.Y se despedían hasta la próxima con un abrazo de esos que nunca sabes si dar y una caricia de la que aparta el cabello rebelde de las orejas.

Con la voz del que lo sabe todo desde siempre y del que sabe de antemano como acabarán las cosas. Es posible que el uno sin el otro ni siquiera existieran, pero no podían conocer la manera de seguir siendo como dos almas gemelas -due noccioli- y disfrutar siéndolo de otra manera.

Luego ocurrió sin darse cuenta y empezó a quedarse más momentos.

Otra gran escena del cine es aquella en la que la pasión de los protas es incontenible y acaban metiéndose porrazos por todos sitios hasta que encuentran un lugar cómodo en el que relajarse o hacer de las suyas. Y llega el fin del glorioso beso del cine clásico, ese en el que los implicados se miran con un odio indefinible y de golpe se enfoca el boulevard para expresar la idea de que comienza el polvo del siglo. No sé por qué. Por el secreto, supongo. Porque nadie puede saber qué realidad es la silenciosa, si la calle sin conocidos o los personajes. Y por el silencio de los narradores. Y por el de los que lo ruedan y se quedan en el anonimato, entre cervezas.

(...)