
"Tolere usted que la llamen neurótica" -le dijo Proust a su amiga artista-.
Pausa. Con discreción y los ojos sonrojados por el sueño y la cerveza. Así se elegían los carboncillos -carboncillos, sin necesidad de recurrir a ningún anglicismo elevado, que nosotros, al fin y al cabo, no somos tan modernos-. Cuando llovía, destrozábamos los bajos de los pantalones. Y repetidas veces nos perdimos por no llevar nunca un maldito mapa. En calles estrechas donde antes hubo conventos y hospicios -nosotros, que no teníamos familia ni abuelas-, con rigor casi idolátrico, hacíamos de los escalones de los portales renacentistas -los menos frecuentados- nuestro paraíso seco en el que por fin dejar escapar el overbooking de mariposas que con tanta lluvia y tanta gente se nos comían con una serenidad casi melódica y sacra, las vísceras y los cascos de las botellas. En plazas en las que nadie sabe por qué, la gente se muere -literalmente- de risa. En edredones de cristal, mantas multiusos y jerseys de lana de la Pampa comprados en Bologna, a lo Jorge Drexler, pero eso sí: sin guitarra. Convertida en la chica yeyé más friolera de la tierra. En los labios, siempre destrozados, por olvidarme el Labrosan casi cada noche en el cajón de la mesita, durante todas las noches de El Perfume, bambocciantes y paraguas.
No puedo haber descontextualizado tanto un relato si en vez de diccionarios tengo 26 libros de autoayuda. Si todavía en vez de huellas dactilares acumulo tactos encadenados a una piedra de peperino anaranjado. Si tras cada mudanza vuelvo a esconder los discos de Edit Piaf o siempre tengo ganas de decir más y más cosas, reales o no, en ese idioma hasta que lo entiendo. Si todavía vivimos en el mundo de las patatas asadas, la pizza diavola y los agujeros en las deportivas. Sigo atrapada en el marrón, en un retrato. Y desconozco la cura para eso.
El desnudo ténue y dócil, el ruído de la carne cuando se aprieta. Cuando movía el pelo, olía a hierbabuena. A mí, que siempre se me veían los huesos y lloraba avergonzada y coqueta cada vez que picaba la cebolla y con un dedo se recogían mis lágrimas. El antónimo a la facilidad de sentirte tan villana, tan cerca que me atraganto con la tinta roja y estornudo porque en mi nariz cosquillean tus mechones. Tan fría que te hielo. Y a la vez tan tímida que me salen eccemas en los codos por la falta de sol y duermo quieta quieta por las noches por si te despierto y me acaricias una mejilla o te asustas y me dejas. (No sé darle una explicación a la sonrisa ni a las consecuencias. Sobretodo ante la incomodidad de que te gires en la cama y ma mandes los Mil Besos deseados que al levantarme me harán sentir miserable).
Me querrás entonces, eh? Me querrás cuando me deje de dar miedo que se vaya la luz en una tormenta y lo disimule haciéndome un peeling y cubriéndome de hojarasca?
Con tanta distancia no escucharíamos ambos, a la vez, las sirenas de las ambulancias.
Era un día luminoso de Abril, casi a las 16:00 horas, y llamaron al timbre. Y abrí, le sonreí, me encogí de hombros y le dejé pasar a cambio de un poco de amor del puro y de que me preparase pop corns y una amatricciana. Dice Kiko Veneno que a las extranjeras les gustan los bandoleros. Ahí queda eso. Sin rúmbala que túmbala que túmbalo. Y que venga Proust a decirme lo que quiera.
Estoy convencida que me entenderán las mujeres silenciosas a las que no les gusta la mermelada y hayan vivido alguna vez en el País de las Regaderas.