
Ese tipo de mujer que se tiene que analizar dos veces para comprenderla. De las que van a solas a las exposiciones y nunca les ha importado saltarse una cena o un beso.
De las que parecen invisibles pero no lo son porque usan lencería muy divertida y tropocientosdemiles pendientes minúsculos en las orejas.
De las que sólo tienen un bikini y ningún año lo cambian porque no se rompe y de las que nunca se separan de su barrita de protección labial, por si las moscas. De las que chillan siempre siempre a escondidas y duermen en cámaras acorazadas decoradas con un toque chic, pero no tanto. De las que tropiezan cada dos por tres con las puertas entreabiertas. De las que se cortan el pelo siguiendo el calendario lunar y adoran perderse por las paradas de Metro desconocidas de la capital de cualquier país. De las que últimamente piensan que la culpa de todo la tienen la incultura nacional y el cambio climático.
Esa raza femenina que ha dejado de saltar en las camas de los hoteles desde que aparecieron los sosos somieres y los colchones de látex. Y de las que culparon a Flex de dejar de beber Colacao desde etonces. La mujer soñadora que todavía veía figuras premonitorias en los pelos de cualquier ducha que se quedan pegados en las baldosas, a modo de collage, con diferentes tonalidades y procedencias. Y los fotografiaba para documentar sus presagios.
Nunca se sintió sexy acariciando su agenda de teléfonos ni tomando cocktails de nombres absurdamente exóticos. A ella le seguía gustando ir de paquete en la Vespino, fumarse un cigarro en la puerta del bar y hablar de lo primero que se le pasase por la cabeza, al estilo más informal y despreocupado, para romper el hielo de las primeras citas. Quizá por eso puso un lienzo de Rothko en el cabezal de su cama, quién sabe si Rothko era lo más sexy que ella había conocido. Más que los carboncillos, las bibliotecas y sus laberintos, los días de lluvia, las habitaciones de planta trapezoidal de los edificios aburguesados de renta antigua o los peldaños de los Institutos Cervantes de cualquier ciudad semi contemporánea. Sin superar a las Tríadas Celestiales que ella había conocido, los pizzicato de mandolina de pleno invierno, el monocordio o la Selva Negra.
Si se esforzaba, recordaba todos los olores que había descifrado en los champús de los seres que había tenido muy cerca, la forma de sus uñas y los collares que esos días llevaban puestos, con un acierto de ochenta y cuatro por ciento.
De las que nunca soportaron a los príncipes ni los perfumes masculinos de las primeras estanterías de las tiendas de cosméticos con nombre de mujer.
A veces disfrutaba de la hora del desayuno, mirando meticulosamente y en silencio cómo quien fuese preparaba café. Cuando ponía más atención era cuando alguien desmenuzaba un bollo con toppings de chocolate -o con piñones- para llevarse un pedacito dulce a la boca. A cambio, ella se ataba la melena y algunas veces hasta sonreía con los ojos como platos durante este proceso, si la miraban, agradeciendo la compañía y tan prodigioso espectáculo. Tan sólo una vez dio un sorbo del café. Pero jamás confesó haberlo hecho, para que no se corriera la voz de que esa noche tampoco había dormido y le podían la resaca y las agujetas.
Todavía soñaba con ese tipo de fiestas en las que beber Martini , al más puro estilo Belluci, y con hombres que para seducirla le parafrasearan párrafos de Rayuela. O con encontrar a aquél que creyese firmemente que su menstruación podría convertirse en material compositivo de cualquier creación plástica. Mostrándose un poco tierna, tan sólo un poco, pero nunca tanto como para que los hijos de sus amigas se encapricharan con ella.
Ese tipo de mujeres dignas, silenciosas, espontáneas y que siempre recuerdas.