Aprenderé a no malgastar este tipo de felicidad tarde o temprano. A mantener el equilibrio tras cada abrazo de esquina o de hotel de periferia. Y asumiré que por muchas vueltas que de la vida, siempre hay puntos negros en los que parece detenerse el tiempo para prolongar cualquier placer, por absurdo que parezca. Cuando te sorprenda mirándome la comisura del labio o los agujeros de la entrepierna del pantalón tras despistarte, me quitaré una prenda. Y cruzaré los dedos bajo la mesa. La petite mort que quiere matarte por dentro día sí y día no, dependiendo de cuántas veces hayas bajado la mirada ese día por pudor o por no ser descubierta en tus más indecorosas extravagancias. Te pediré entonces que me tapes la boca, que me dejes agarrarme al marco de la puerta y que me expliques, como se te ocurra, cuál es la única manera de convertirme en Cenicienta.
Rebuscaré por los bolsillos de los pantalones, allí seguro que debe quedar un rastro o una pista. De cuando me sentía como Indiana Jones y no me daban miedo ciertas excentricidades y pronunciaba todo tipo de palabras. Aunque la verdad es que la curiosidad me duró poco y trasladé mis inquietudes metodológicas hacia los avisperos y las tabernas. Cambié trastiendas por ceniceros llenos, las letras por los círculos, los brazos por la pelvis. Respiré la luz de un farolillo y estornudé mil veces con el polvo de las cortinas en las que me agarraba para mantenerme erecta durante las embestidas, ésas que en mi subconsciente -y puede que hasta en mi realidad- todavía me inspiran las veladas más prometedoras. No sé, de las que hacen ambiente porque nunca le encontré el gusto a eso de las citas románticas de flores, tacones y velas.
Seguro que existe por ahí alguna foto de primavera en la que se adore a Venus y el látigo ande cerca.