Existió el hombre más extenso de la geografía urbana. En una ciudad no muy soleada en las afueras de un lugar cuyos vecinos se parecían en rigidez a los Pin y Pon y caminaban siempre con chancletas verdes. Me contaron que gustaba de los potajes, de los detalles de estilo, del vouyerismo gratuito de ver a su chica ligoteando con quienfuese que esa noche llevase purpurina y de los paseos en bicicleta al atardecer.
Decían sus conocidos más allegados que era de ese tipo de hombres que les dedicaban canciones a las habitaciones de hotel, de los que bebían la cerveza a morro, de los que dejaban ramos de flores con targetitas en las escaleras y de los que transportaban fotos de sus amantes, en pelotas, entre los papeles del seguro del coche. Que cuando recordaba cosas tiernas, temblaban los televisores. De los que tras cerrar la puerta cargados de autoestima, se ponen las gafas de sol, se despiden llamándote amor y besándote en los labios y se pierden por las calles como si fuesen ésas su casa.
Yo lo conocí una noche, a eso de las 20:31, antes de la cena. Me llevó a una feria de decoración para probar cuál de los dos millones de sillas que allí se exponían, pegaba mejor esa noche con mi cintura y con la textura de la tela de mi ropa interior. Una Thonet con respaldo cuadrado y cruzado. Todo un clásico. La verdad es que tenía buen gusto.
Ambos.
Ambos.