martes, 17 de julio de 2012

16 horas ( Per Gratia ricevuta)

Si tardaba, sentía miedo.

Nos citábamos en bares, en farmacias, vías de tren y en las últimas mesas de la segunda planta de las bibliotecas.

Sonreíamos siempre tras tomar la primera copa. Unas palabrejas, recostarse en el respaldo de una silla mugrienta y mucho  silencio, escuchando cómo se va resquebrajando el hielo, a estuendos, cada vez que nos mojamos los labios. Y el nerviosismo que sentía cada vez que, estando callados, me miraba con esa mirada entre nostálgica y amarga que a mí se me traducía en la mirada del que ya no  habla porque no puede imaginarse nada más. Del que te acaricia el cuello disimuladamente con la imaginación y tú no tienes más remedio que ladearlo porque lo sientes.  Con la dulzura de cualquier mirada de Barocci y la violencia más feroz de Munch. Y de cien mil anécdotas sin lista de espera.
Discretamente, pero con prisas, que somos mayorcitos y no estamos ya para hostias ni para remilgos. Soy tranquila, ligera, y lo que más me disgustaría es llamar la atención  con mi escote o con mi benevolencia. 

Nunca te he mentido, pero siempre he llevado los dedos cruzados, por si acaso.

Pero besar al Arte no está extinto de consecuencias, porque es uno de esos amantes celosos y a la vez comprensivos a los que se les va la pinza cuando se expresan. Todos, uno a uno, balbucean a Freud al buscarle entre las piernas la belleza.

(Y nace el orgullo de aquel al que le recomiendan sigilo porque su olor libidinoso se reconoce entre el gentío).

Nunca he cruzado una ciudad tan rápido ni tan mal vestida. Ni me he apoyado en tantas farolas intentando sobrevivir a tanta vorágine de truenos, mástiles y de dura -muy dura- tormenta. Quítame las medias en Roma -te dije-. Y se sucedieron en blanco y negro de oscuridad y carne los fotogramas, todas esas fotos de Polaroid imaginadas en las que siempre aparecen pezones, brillos, lenguas y cejas despeinadas.  A lo Bertolucci, con las botas de agua mojadas. Y con la memoria puesta. De las que se cuelgan en las paredes corriendo para por si acaso, de golpe, llegase la sequía a nuestros párpados y jodiese todo el espectáculo a los transeúntes que miran de reojo. La bella rutina del imprevisto en cada altar escondido, humedecido por nuestros alientos. Per gratia ricevuta. Y algún que otro insulto de una señora que se acerca a dejarle flores al Santo Patrón de la esquina.

Dejamos las armas esparcidas en el suelo a modo de exvotos sacros, al entrar en la capilla de los Santos de la Desesperación. Y ellos no apartaron la mirada y grácilmente nos aguantaban las melenas para que no perdiésemos el tiempo. Y si por casualidad hubiese aparecido el custodio del templo para echarnos el sermón, si hubiese sido majete, también nos lo hubiésemos tirado.

Por favor, pónme yodo en los bocados de mis nalgas que tengan más pinta de infectarse en las próximas 16 horas
.