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Las horas muertas eran aquellas que invertíamos en los barrios más rebeldes, los que huelen a marihuana, a sudor y a fresa. Las de calles peligrosas en las que los valientes se sienten más protegidos caminando con las manos metidas en el bolsillo del culo de quien te acompañe mientras te pierdes intencionadamente doblando mal una esquina, buscando la emoción, el desastre o la intimidad que te hagan recordar esa cita por algo importante.
Ha pasado ya mucho tiempo desde que nos conocemos, pero parece que no es tanto, ambos seguimos en el paro, nos miramos con la misma curiosidad y nos sigue molestando que otros caminantes nos paren a pedirnos la hora. El mismo tiempo que nos mete en las librerías más pequeñas para buscarnos entre los manuales de papiroflexia o entre los videoclubs intentando encontrar alguna ficción que se nos parezca, para quitarle importancia.
Dos cervezas bien frías y la promesa de no quitarte los ojos de encima. Acompañadas de una conversación muy detallada sobre cómo me gustaría que me mordieses los pezones o sobre el último libo que has leído. A veces, si nos ponían tapita, las acompañábamos también con alguna opinión sobre política o alguna crítica artística. Reinventándonos el desenlace en cada botella vacía acumulada sobre la mesa, fabricando excusas para no salir corriendo y enganchar otra funda azul de preservativo, con una chincheta, en la pared de los triunfos de aquel año.
Intentábamos ser positivos cuando no nos poníamos de acuerdo, nos quedábamos sin saliva o cuando no sabíamos ya qué decir, en qué tono o acompañado de qué gestos. Sin caer en la pretenciosidad ni en la condescendencia. Para aprender a hacer otras cosas más lúdicas, o quién sabe, descubrir otro tipo más prudente de complicidad. Total, aquí nonos conoce nadie y vamos a follar igualmente.
Y justo antes de pedirle la cuenta al camarero que nos ha soportado durante este tiempo, te muerdo el cuello y te digo que nunca te había echado tanto de menos.
Ha pasado ya mucho tiempo desde que nos conocemos, pero parece que no es tanto, ambos seguimos en el paro, nos miramos con la misma curiosidad y nos sigue molestando que otros caminantes nos paren a pedirnos la hora. El mismo tiempo que nos mete en las librerías más pequeñas para buscarnos entre los manuales de papiroflexia o entre los videoclubs intentando encontrar alguna ficción que se nos parezca, para quitarle importancia.
Dos cervezas bien frías y la promesa de no quitarte los ojos de encima. Acompañadas de una conversación muy detallada sobre cómo me gustaría que me mordieses los pezones o sobre el último libo que has leído. A veces, si nos ponían tapita, las acompañábamos también con alguna opinión sobre política o alguna crítica artística. Reinventándonos el desenlace en cada botella vacía acumulada sobre la mesa, fabricando excusas para no salir corriendo y enganchar otra funda azul de preservativo, con una chincheta, en la pared de los triunfos de aquel año.
Intentábamos ser positivos cuando no nos poníamos de acuerdo, nos quedábamos sin saliva o cuando no sabíamos ya qué decir, en qué tono o acompañado de qué gestos. Sin caer en la pretenciosidad ni en la condescendencia. Para aprender a hacer otras cosas más lúdicas, o quién sabe, descubrir otro tipo más prudente de complicidad. Total, aquí nonos conoce nadie y vamos a follar igualmente.
Y justo antes de pedirle la cuenta al camarero que nos ha soportado durante este tiempo, te muerdo el cuello y te digo que nunca te había echado tanto de menos.
