Imagínate que un mail fuese un susurro, un piropo de los que se echan los viernes, entre colegas muy íntimos, cuando estrenas pantalones y te sientes guapa.
Y te chivan algo muy importante. Uno de esos secretos que no pueden salir de tu samarreta interior o de tu calcetín izquierdo. Tan severo. Tan colorido. Tan tierno. Y tan erótico. En este cuarto que siempre está a tres cuartos y girando a la derecha de cualquier pasillo, en las alcobas de una pensión frecuentada por héroes.
Un mail de ésos de los que sabes perfectamente que quien lo escribió cerró los ojos justo al clicar el Enter y dijo "¡mierda! cómo me he atrevido a decir esto". Y durante un minuto y medio ha estado repitiendo mandalas muy cortos, marcas de tabaco y de preservativos y acariciándose el codo. Nervioso. Tan cuco, tan perverso. Tan jodidamente preparado y soberbio.
(Pero a lo hecho, pecho -piensa-. Muestra la valentía del gemelo de su pueblo y se rasca la barbilla con esa mano con la que se rasca siempre que piensa).
Y tú lees ese mail con los ojos como platos, exagerando las oes y las aes y sin saltarte ninguna ese. Imitando su acento original, la pronunciación de las sordas y hasta los gestos. Todo a tu alrededor se vuelve fácil, hondo y rápido. Se despiertan los taburetes de madera de una sola pata. Y haces un recuento exhaustivo de lunares en tu cuerpo para saber si es cierto que siguen en el mismo sitio después del meneo que te ha dado el cuerpo. Tan fuerte, que te tiemblan las costillas, como entonces, tras el fulminante terremoto de eles y tes dobles en cursiva. Como en un déja vu de tormenta, cada vez más directo y largo. Nubifragios de las ciudades que siempre se escriben en Arial y que tienes de fondo de pantalla en el I-Phone 5 desde el que envías galanterías a cualquier insurgente.
(A mí, que devoro con hambre los maritozzi importándome una mierda el anillo o cómo se me ensucien los dedos).
Que lo que está escrito va para mí o para otra? Para mí, debe ser para mí. Y tú también te pones nerviosa, apoderándose de ti una sensación extraña que se mueve entre la culpa, la excitación y la vergüenza. Te revuelve la adrenalina los rizos, el portal de alguna casa; se te revoluciona el sentido de la decencia y cierras tú también los ojos. El deseo me llega por wifi, en html. Y durante un minuto y medio revoloteas por el teclado como una granujilla que le roba el queso al ciego. Escondes la risa, las mejillas sonrojadas con las manos y relees y relees para aprendértelo de memoria como el salmo del domingo, en una iglesia de Campitelli. La adrenalina que viene de un engaño codiciado enganchadito en los interrogantes de tu teclado. Pero oye, que no me quejo. Que de cinco en cinco me olvido hasta de las mentiras. Aunque sean así de libidinosas.
Concedámonos cinco caprichos al día a partir de hoy, cinco palabras más, así, tan escuetas que resuman el devenir de la existencia, del pulso cardíaco cuando se me acelera en una silla giratoria. Bendigamos los muebles que tan sólo compartimos a través de la red eléctrica, el enchufe, las ondas que abastecen de memoria nuestras CPu y nuestros cerebros. Juguemos a decirnos cinco palabras, a explicarnos cinco cosas que nos haríamos ahora, a explicarnos cinco deseos. Abandonemos el cine porque llegar a él es una pérdida de tiempo. Abandonemos la discreción, la teoría del Big Bang, la frialdad de la ropa seca. El libro y las fotografías de muertos.
Lo sabía. Lo sabía. Lo sabía. Sabía que llegaría este momento... después de sobrevivir a 120 lunas llenas, a tres juegos de llaves, siguiendo con los dedos el cómo o el dónde estamos sobre los 1979 cuadritos de un mantel de desayuno. Lo he deseado, no lo niego, lo he deseado a moco tendido y con muchas comas. Apenas una década después, cuando todavía nadie ha podido dejar el vicio de morderse los labios o el tabaco. Diez años de salir a tomar cañas con los fantasmas, de vaciar bolis en cartas no enviadas, de devenires en la presión sanguínea, justo por debajo de los labios. En qué personas nos hemos transformado, cómo nos llamarán ahora, cuántos pendientes habré perdido debajo de la cama.
Y llegas así, arañando mi zorrería más cándida, llamando al timbre. Y entras para espiarme desde el mueblecito del recibidor, sin decir nada. Justo en el sitio donde abandono el paraguas, me descalzo y despido a mis amantes.
El correo electrónico es como un Predictor. Con dos flechitas a la derecha ya estás implicada hasta las trancas. (Hubiese preferido recibirte en sobre, pero dai, non si può avere tutto, nemmeno protesterò).
Si ya decía yo que tenía los dedos ágiles y su lengua siempre hacía puntería. Reclamo mi damnificación, mi momento de gloria y la limpieza de todas las pruebas que me impliquen y sus desperfectos.
Al final las perdices comerán Cheetos con las cigarras, sobre el sofá, viendo un vídeo de YouTube y acariciándose las patitas.